Hablar de “industria” en el ámbito musical siempre es conflictivo. Reducir el tema a lo económico u organizacional dificulta la comprensión de lo que verdaderamente implica, pues “la industria produce cultura y la cultura produce industria” (Negus, 2005: 35). Además, delimitarla es difícil porque si bien muchos afirman que está en crisis —confundiéndola con la industria discográfica, cuyos “aprietos” son también cuestionables—, en realidad hablamos de una de las industrias más prolíficas, sobre todo por los vínculos que ha desarrollado con el resto de las industrias de entretenimiento.
Muchas de sus dinámicas se dan desde la informalidad (que no necesariamente significa piratería), por lo que es difícil cuantificar sus ganancias. Y si bien las industria de los videojuegos crece rápidamente (Kamenetz, 2013), y la cinematográfica es duro contendiente, es innegable que parte de las ganancias de ambas tiene que ver con lo musical. Finalmente, por su naturaleza ubicua, consumimos diariamente más música que películas o videojuegos, por lo que sin importar lo económico, esta industria tiene un gran impacto social y cultural.
NICHOS, ESCENAS Y REDES DE COLABORACIÓN
La industria musical mexicana —entendida como el conglomerado de nichos o segmentos de mercado y actividades comerciales relacionadas con la música— está consolidada y es bastante rentable; sin embargo, su fragmentación es evidente. Esta rotura depende más de fenómenos sociales y culturales, que de cuestiones políticas o económicas, pues los prejuicios, el resentimiento social y el “deber ser” de algunas identidades entorpecen sus procesos.
Cada nicho, entendido como un segmento de la industria enfocado a ciertos estilos musicales, ha desarrollado dinámicas que le permiten evitar —en apariencia— toda interacción con el resto. Resulta importante hacer la distinción entre nicho y escena, pues mientras que un nicho comprende a todos los actores y procesos involucrados en la creación, registro, reproducción, distribución y consumo de productos y estilos musicales afines (e.g.: el rock y la música “alternativa”); el segundo apela a algo más reducido y depende de la noción de comunidad e identidad colectiva. Es decir, mientras que un nicho es una “sub industria” que contempla estilos y prácticas musicales afines (y que incluye muchas escenas y dinámicas concretas), una escena consiste en un grupo de individuos (músicos, promotores, fans, etcétera) que, a partir de un entorno determinado (una ciudad, un distrito, una comunidad virtual), desarrolla o se apropia de un estilo musical (Bennett, 2004).
Lo anterior es importante, ya que si bien cada nicho desarrolla formas de distinción discursiva, en la práctica todos están más relacionados de lo que pareciera: comparten públicos, foros, medios, proveedores, etcétera. Concebir a la industria musical desde esta perspectiva fractálica es el primer paso para dimensionar su verdadero alcance y funcionamiento.
EN CRECIMIENTO… PERO CON PROBLEMAS
Otro problema es la insistente polarización entre “espectáculo” y “cultura”. Más allá de que dicha distinción dificulta la decisión sobre qué sección de un periódico publicará un contenido musical, en la práctica cotidiana fomenta prejuicios y formas de discriminación cultural. La absurda idea de que algunas obras no son “culturales”, y que las prácticas “cultas” no son espectaculares, hace que no podamos considerar como parte de una misma industria a una tocada clandestina, un palenque, un festival masivo o un concierto sinfónico. Sí, la industria musical es una industria de entretenimiento como lo son la del cine, la literatura, el teatro y la danza. Claro, cada una desarrolla discursos propios para legitimarse, pero no dejan de ser entretenimiento ni de estar mucho más vinculadas de lo que se suele creer.
Discriminación cultural. Muchos creen que los estilos que les gustan son los únicos que tienen “valor cultural”. No es raro escuchar cómo ciertos estilos —generalmente los más populares— son considerados vulgares, simplones o enajenantes, olvidando que la música tiene múltiples funciones. Esta distinción, basada en un falso argumento de intelectualidad, ocurre en todos los contextos, por lo que un roquero que se queja de la cumbia puede a su vez ser discriminado por un jazzero o alguien de formación académica. El problema es que de fondo se reproduce un fuerte resentimiento social y una necesidad de hacer menos al otro. No sólo por el gusto musical, sino por todo lo que implica su imaginario social. Cuando uno escucha frases como “En México no hay cultura musical”, en realidad se deja entrever la idea de que “Todos deben escuchar lo que yo, si no, son unos ‘incultos’”. Hablamos de cierto fascismo cultural, cuando lo que enriquece a una sociedad es la diversidad de propuestas.